Pedro Pablo Sacristán
Cuenta una antigua leyenda que en una época de gran calor la
gran montaña nevada perdió su manto de nieve, y con él toda su alegría. Sus
riachuelos se secaban, sus pinos se morían, y la montaña se cubrió de una
triste roca gris. La Luna, entonces siempre llena y brillante, quiso ayudar a
su buena amiga. Y como tenía mucho corazón pero muy poco cerebro, no se le
ocurrió otra cosa que hacer un agujero en su base y soplar suave, para que una
pequeña parte del mágico polvo blanco que le daba su brillo cayera sobre la
montaña en forma de nieve suave.
Una vez abierto, nadie alcanzaba a tapar ese agujero. Pero a
la Luna no le importó. Siguió soplando y, tras varias noches vaciándose, perdió
todo su polvo blanco. Sin él estaba tan vacía que parecía invisible, y las
noches se volvieron completamente oscuras y tristes. La montaña, apenada, quiso
devolver la nieve a su amiga. Pero, como era imposible hacer que nevase hacia
arriba, se incendió por dentro hasta convertirse en un volcán. Su fuego transformó
la nieve en un denso humo blanco que subió hasta la luna, rellenándola un
poquito cada noche, hasta que esta se volvió a ver completamente redonda y
brillante. Pero cuando la nieve se acabó, y con ella el humo, el agujero seguía
abierto en la Luna, obligada de nuevo a compartir su magia hasta vaciarse por
completo.
Viajaba con la esperanza de encontrar otra montaña dispuesta
a convertirse en volcán, cuando descubrió un pueblo que necesitaba urgentemente
su magia. No tuvo fuerzas para frenar su generoso corazón, y sopló sobre ellos,
llenándolos de felicidad hasta apagarse ella misma. Parecía que la Luna no
volvería a brillar pero, al igual que la montaña, el agradecido pueblo también
encontró la forma de hacer nevar hacia arriba. Igual que hicieron los
siguientes, y los siguientes, y los siguientes…
Y así, cada mes, la Luna se reparte generosamente por el
mundo hasta desaparecer, sabiendo que en unos pocos días sus amigos hallarán la
forma de volver a llenarla de luz.
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